lunes, 28 de marzo de 2011

'El triunfo de la muerte' o el asesinato del pensamiento

Los buenos paseantes urbanos y algún que otro adicto a la literatura saben sobradamente que la ciudad forma una unidad dialéctica de dos caras.

Durante el día, las arterias de la ciudad están gobernadas por oficinistas pusilánimes que esconden sus frustraciones detrás de sus miradas inexpresivas; niños que, como Atlas, llevan a sus espaldas mochilas con el peso de la civilización; amas de casa con superávit de tiempo que estetizan su tedio mediante el peregrinaje a tiendas de ropa; y comerciales tiburonescos al acecho que, cuando sonríen, muestran a sus adversarios la capacidad mortífera de sus dentaduras.

Cuando cae la noche, la oscuridad se escuela por calles y callejones como un río desbocado; luchando contra farolas y carteles luminosos, forma pequeños meandros de visibilidad. Entre penumbras, pueden entreverse movimientos espasmódicos que anuncian la salida a la superficie de la fauna intestinal de la cosmópolis.

A resguardo ya en sus estuches, los habitantes diurnos de la ciudad dejan paso a los nocturnos. Carteristas y policías, proxenetas y estudiantes borrachos, vendedores callejeros y brigadas de la limpieza; todos ellos reclaman su turno en el ring de la supervivencia que es la gran ciudad. Entre sombras, los nocturnos comercian con los recovecos del alma humana, cuya existencia es negada por los diurnos: olvido, placer, poder, desidia y desenfreno.

Este escenario aparentemente inhóspito forma parte de un ritual privado que comparto con mi amigo Davidovsky. A veces, cuando el peso de nuestras vidas se torna abrumador, salimos a bucear por la noche hacia un local de modernez caduca dónde comentamos nuestras recientes lecturas hasta que la excesiva ingesta de absenta pierde nuestras miradas y discursos hacia sentidos borrascosos.

Davidovsky, como buen humanista contemporáneo que vive en las racionales sociedades posmodernas, tiene una formación para la cual no existe un correlato laboral. Es, paradójicamente, un experto en trabajo no cualificado.

Pues bien, en una de las recientes conversaciones, hablaba de su último trabajo como vigilante de sala de un conocido museo de un aún más conocido pintor vanguardista. Tras largas horas de vigilancia en una misma sala —cuenta— uno pierde total interés por los cuadros y se centra en observar los visitantes: tipologías, discursos, reacciones, etc. El tedio empuja a mi amigo a la ortodoxa práctica de un «esteta de la recepción».

Describe, no sin cierta pesadumbre, el comportamiento del visitante estándar. Observa que la mayor parte de la gente que entra en el museo parece estar más interesada en decir que ha visitado el museo que en contemplar los cuadros.

El modus operandi de estos asesinos del arte es simple: pararse delante del cuadro, mirar el dibujo, leer el comentario pertinente, volver a mirar el dibujo y pasar al siguiente cuadro. Tiempo estimado: treinta segundos y cuatro centésimas. Es éste, según nuestro parecer, un procedimiento sistemático que tiene como resultado el acallamiento de la obra.

Ante este comentario, recordé la reflexión que me suscitó una experiencia análoga a propósito del cuadro El triunfo de la muerte de Peter Bruegel. En esta pintura, un ejercito de esqueletos arrasa sin misericordia un poblado. Una ola de destrucción y asesinatos variopintos pasan en hilera ante los ojos del espectador; quien, después del impacto inicial, puede perderse en la multitud de detalles que compone esta escena de un costumbrismo macabro y sádico.




Si uno quiere complementar esta experiencia con la lectura del letrero explicativo que ofrece el especialista en arte del Museo del Prado, encontrará una sentencia de este tipo:

«Obra moral que muestra el triunfo de la Muerte sobre las cosas mundanas, simbolizado a través de un gran ejército de esqueletos arrasando la Tierra. Al fondo aparece un paisaje yermo donde aún se desarrollan escenas de destrucción. En un primer plano, la Muerte al frente de sus ejércitos sobre un caballo rojizo, destruye el mundo de los vivos, quienes son conducidos a un enorme ataúd, sin esperanza de salvación. Todos los estamentos sociales están incluidos en la composición, sin que el poder o la devoción pueda salvarles.»

Pues bien, según esta interpretación El triunfo de la muerte es un alegato a la condición básica de toda existencia: la ineludible mortalidad del ser humano. Un cuadro que empalmaría con el clásico tema propio del arte de la baja edad media que tiene como eje La danza de la muerte. Según la cual, aquello universal del mundo, lo único imperecedero y eterno es la muerte. Ésta, en este sentido metafísico, es un equilibrador social implacablemente inflexible a las diferencias de clase.

Éste es un bonito discurso, cuyo sentido no se extrae del cuadro, sino del texto que lo acompaña, pues si atendemos a la experiencia de la obra de Bruegel, veremos cuán insuficiente es esta interpretación. Mi tesis es que El triunfo de la muerte no debe entenderse en un sentido existencialista, sino observarse en clave de una «dialéctica de la ilustración». Déjenme explicarlo.

Lo que realmente se ve en el cuadro no es un conjunto de personas dispares que, en su deambular por la vida, van tropezando más o menos azarosamente con el abrazo final. Al contrario, lo que cualquier espectador puede ver es un poblado asaltado. La muerte, el ejército de esqueletos, sega la vida de un plumazo con diferentes y sofisticadas técnicas. Esta es la idea: la Guerra es el auténtico y definitivo triunfo de la muerte; pues la guerra es la disposición técnica de la actividad humana en vistas a la producción de muertos. En efecto, esencial a la guerra ya no es tanto la violencia como la técnica.

No es forzar la interpretación, afirmar que Bruegel temía el potencial destructivo que el avance de la civilización conlleva. Es suficiente apelar a su obsesión, plasmada pictóricamente, por el mito de Babel para insinuar que hay en su cosmovisión moral cierta aversión al progresismo tecnológico. Dicho sea de paso, alentaré otra hipótesis. La revulsión por el avance técnico es algo casi característico de la pintura flamenca. Una buena muestra de ello son las obras que se encuentran en la sala que el Museo del Prado tiene destinada a este movimiento artístico. En ellas, todos los demonios visten y usan instrumentos. O, para invocar un ejemplo más conocido, contemplen El jardín de las delicias del Bosco. Fijénse en el apartado del cuadro donde se representa el infierno y busquen objetos o instrumentos humanos. Seguidamente dirigan la misma interrogación a los apartados dudosamente calificados «Génesis» y «Paraíso». Técnica y mal están, según mi opinión, en esos autores íntimamente ligados.

Volvamos a Bruegel. Una característica de algunos cuadros suyos es la de dibujar listados; piénsese en Los juegos infantiles o Los refranes neerlandeses. Pues bien, en El triunfo de la muerte sucede lo mismo. A lo largo del cuadro, se encuentra un listado enorme de técnicas de asesinato: degollamiento, ahorcamiento, ahogamiento, decapitación, etc. Incluso puede verse como el ejercito de esqueletos utilizan la estrategia del embudo para capturar hombres. ¿Con qué propósito? Para crear más muertos, más esqueletos. La muerte en la guerra, como la técnica, es una entidad cuyo ser consiste en crecer exponencialmente y sin freno.

Cabría poner especial atención en el hecho que la muerte penetra en las dos dimensiones de hombre: el cuerpo y el alma. La técnica, en tanto que asesinato racionalizado, boicotea el funcionamiento normal del cuerpo; y, en tanto protocolo de acción que no necesita de la reflexión, mata el alma del ser humano. Éste se convierte en una marioneta: un cuerpo vacío y funcional.

Podemos empezar ahora a pensar qué son esos esqueletos. Contrariamente a lo que una idea precoz podría obligarnos a pensar, los esqueletos no son demonios. No hay ángeles ni demonios en El triunfo de la muerte. La humanidad está sola en la tierra encerrada con su opuesto: los esqueletos, que son ni más ni menos que hombres que han perdido su humanidad. Los esqueletos son las marionetas de la técnica que utilizan todas las actividades humanas para convertir a los hombres. Toda disciplina que realiza el hombre, puede repetirla la muerte y es usada por ésta para aumentar su poder: esgrima, juegos, música, amor, religión y gastronomía —que no es nada más que el arte de la muerte— todas las excelentes prácticas de la humanidad devienen cómplices de su mortalidad.


Llegados a este punto sería interesante reparar en la figura esquelética que aparece en la parte izquierda del cuadro. Al lado de los monjes-muerte que ofician la matanza, hay un esqueleto sentado en el suelo en postura profundamente especulativa. Es, según mi modo de ver, el esqueleto humanista, quien basa su acción en la reflexión y, a la vez, la única figura que en la escena del cuadro no es aparentemente cómplice en la construcción de la muerte. En efecto, la reflexión, en la medida en que es una actividad que tiene como esencia la postergación de la práctica, es el único modo posible de resistencia a la tecnificación y muerte de la vida humana.

Lo humano es aquello intrínsecamente inútil y tiene que ver con el movimiento de lo antiguamente llamado alma. La cultura sin ella no es nada más que un conjunto de manuales de instrucciones de artefactos caducos. Por eso, para comprender el arte —para darle vida— la obra ha de poder hablar, y eso sólo será posible si hacemos caso omiso de la interpretación institucional y nos atrevemos, sin miedo a perder el tiempo, a tener una experiencia personalmente significativa con ella.

El arte recupera hoy su valor sagrado cuando permite sustraernos de las lógicas contemporáneas de industrialización del alma. El arte bien puede ser un objeto de consumo y propaganda, pero también la brecha donde lo humano se filtra y escapa de las cárceles modernas de la utilidad.

jueves, 14 de octubre de 2010

El sentido de la lógica

A menudo, cuando quiero aislarme, me dirijo a la piscina que tengo al lado de casa para bucear un rato. Así, por un momento, me parece nadar de nuevo en el azul de los mares del Antártida, con la pequeña ventaja de estar libres de tiburones, orcas y focas malignas. A lo largo del tiempo, escuchando las conversaciones de la gente en los vestuarios, he articulado un par de observaciones de lo más inquietantes.

La primera, de tipo anecdótico, es que los hombres cuando conversan con otros mientras se desnudan nunca hablan de mujeres ni de sexo. Algo curioso, si tenemos en cuenta que en otros escenarios, el sexo es el primer tema de conversación por delante del fútbol, del trabajo y de los automóviles.

La segunda observación que querría analizar aquí guarda relación con una expresión frecuentemente usada en las conversaciones. Déjenme relatar la situación. En el vestuario, dos hombres estaban hablando sobre la derrota de su equipo de fútbol y dieron como explicación del suceso, no el azar, sino “la falta de lógica” de la alineación elegida por el entrenador. Este uso del término “lógica” me llamó la atención y posteriormente pude comprobar que se aplica en cualquier ámbito de la realidad (trabajo, política, supermercado, circulación, etc.) ya sea en su forma negativa, más arriba señalada, o como corolario apuntalador de una enunciación según el cual lo dicho “¡es de lógica!”. Hay aquí un uso incorrecto del término “lógica” que, temo, enmascara unos presupuestos de perniciosas consecuencias tanto a nivel práctico como epistemológico.

Si uno mira en un diccionario cualquiera y busca la definición de “lógica” encontrará que ésta es una disciplina formal que determina las estructuras válidas de los razonamientos haciendo abstracción del contenido de estos. La lógica entonces es una condición que cualquier argumentación verdadera ha de cumplir, pero en ningún caso es garante único de su verdad. Hablando en filosófico: es una condición necesaria pero no suficiente para la verdad de un enunciado.

Se pueden argumentar muchas cosas que sean lógicamente correctas pero cuya verdad dependa de otros factores. Permítanme un ejemplo de carácter lúdico extraído a partir de la situación más arriba comentada respecto a la supresión del sexo como tema de conversación en el vestuario. Este podríamos explicarlo de los siguientes dos modos.

P1: Los hombres heterosexuales, si están estimulados entonces hablan en términos de sexo sobre mujeres.

P2: Los hombres heterosexuales si ven a mujeres entonces se estimulan.

P3: En un vestuario sólo hay hombres desnudos.

Conclusión, en el vestuario los hombres heterosexuales no hablan en términos de sexo sobre mujeres

Podríamos ahora hacer otra argumentación con la misma conclusión.

P1: Los hombres homosexuales si están estimulados entonces hablan en términos de sexo sobre hombres.

P2: Los hombres homosexuales si ven a mujeres entonces no se estimulan.

P3:En el vestuario sólo hay hombres desnudos.

P4:Los hombres homosexuales se estimulan en el vestuario.

Conclusión, en el vestuario los hombres homosexuales no hablan en términos de sexo sobre mujeres.

Tenemos en estos casos unas estructuras argumentativas con presupuestos diferentes que llevan a la misma conclusión.

Incluso podríamos variar un silogismo maliciosamente para poder dar con otra explicación del silencio de los hombres respeto al tema del sexo en el vestuario:

P1: Los hombres heterosexuales, si hablan en términos de sexo sobre mujeres entonces se estimulan.

P2: Los hombres homosexuales si ven a hombres desnudos se estimulan.

P3: En los vestuarios sólo hay hombres desnudos.

P4: Si alguien se estimula en el vestuario es homosexual.

Conclusión Si un heterosexual habla en términos sexuales de mujeres en el vestuario entonces es homosexual.

En efecto en este caso sería una conciencia homofóbica la que empuja a los pobres heterosexuales al silencio por miedo a ser considerados homosexuales.

Al margen de las hipotéticas pretensiones de verdad de estas afirmaciones, tenemos aquí unos ejemplos que muestran que la lógica no es suficiente para aceptar las afirmaciones ni acatar cierto pensamiento. Cabría también a este respecto recordar la figura de la “antinomia”. Esta aparece cuando dos razonamientos lógicamente correctos tienen conclusiones que se contradicen entre sí. Este es un fenómeno frecuente que no denota un mal pensamiento sino la insuficiencia de la lógica para todo acto especulativo.

Con todos estos juegos podemos vislumbrar intuitivamente porqué la lógica no garantiza encontrar las premisas correctas ni modos acertados de interpretar los hechos: la lógica regula solo el modo correcto de interrelacionar los enunciados manteniéndose al margen de la verdad de estos. En efecto, quién quiera encontrar enunciados verdaderos en el mundo tendrá que centrarse en el modo como se semantiza el material de las percepciones y contrastar modelos interpretativos que las teorías proponen para, posteriormente, ensayar relaciones según una estructura argumentativa sólida.

Volvamos ahora a la escena dónde el macho alfa se seca con su toalla mientras comenta con su compañero beta la ilógica alienación que el entrenador eligió para el pasado partido. Hay razones suficientes para pensar que alguien que trabaja profesionalmente organizando equipos, tácticas y alineaciones ha actuado sin lógica? Esto es, que no es capaz de argumentar el porqué ha tomada cierta decisión? No será más bien que el macho alfa no puede, o no quiere, comprender la posibilidad de estrategias y representaciones mentales más allá de la propia? En efecto, cuando éste ente viril de torso peludo y voz grave critica la estrategia del entrenador, no ataca contra una inconsistencia estructural de la relación de las premisas y la conclusión, sino la incompatibilidad de la diferencia entre su pensamiento y el del entrenador. A la vez que niega la validez del pensamiento ajeno acusándolo de “carente de lógica”.

Lo que sucede aquí es que se confunde lógica con pensamiento y esto es un error puesto que son dos actividades muy diferentes; aunque guardan una estrecha relación entre ellas. Mientras que el pensamiento es una actividad destinada a hacer representaciones del mundo, la lógica regularía modos silogísticos de articular estas representaciones o, en sus más recientes formas, de traducirlas a un sistema de símbolos abstractos.

Cuando identificamos pensamiento con lógica estamos reduciendo a ambos, asumiendo a la vez que sólo hay una lógica y un único modo de pensar. Suposición que casa muy mal con el relativismo educado profesado por todos los ciudadanos de la posmodernidad liberal. Paradójicamente, estos dos discursos suelen mezclarse en una sola persona: “Cada uno tiene su verdad, pero la del otro no tiene lógica”.

Aunque todos nos digamos relativistas con el fin de parecer respetuoso con los exabruptos ajenos, pocos hay que puedan asumir una postura así, ya sea porque en nuestra conciencia hay programadas estructuras totalitarias resultado de la gramática o de una larga tradición histórica de tribalismo, ya sea porqué pocos pueden tener el valor de sustentar sus vida, creencias o acciones en la indigencia y la arbitrariedad.

Uno puede contraargumentar a esto que estamos exigiendo una noción de lógica demasiado estrecha y, apelando a la pragmática, aducir que el significado de las palabras viene dado por el uso cotidiano del lenguaje. Podríamos incluso apelar al filosofo Hans Georg Gadamer, quien en algún lugar advierte a los filósofos de censurar el uso que los comentaristas deportivos hacen de los términos como “trascendente” o “trascendental” para decir “de gran importancia”, arguyendo que en este caso se impone un juego de lenguaje propio de una disciplina al hablar cotidiano. En efecto, los que han estudiado un poco de filosofía no pueden escuchar una retransmisión deportiva sin ruborizarse puesto que los filósofos utilizan “trascendente” para designar aquello que está más allá de la materia o de la percepción, “trascendental” para designar “las condiciones de la posibilidad del conocimiento” y “ de gran importancia” para decir que algo es de gran importancia.

Hay que reconocer pero, que si uno busca en el diccionario estas palabras podrá observar que los términos como por ejemplo “trascendental” mantienen todas las acepciones; tanto las especializadas como las de lenguaje ordinario. Pero por el contrario, no sucede lo mismo con la lógica. La lógica es en todo diccionario la disciplina que regula la correcta construcción de los razonamientos y es bueno que mantengamos esta definición en lugar de la que se está abriendo paso en el habla común según la cual “ de lógica” es lo que se tiene que aceptar como verdadero.

Si mantenemos entonces la definición de lógica y no la reducimos a un mero gesto de unilateralidad intolerante, estaremos en condiciones de asumir que toda posición puede argumentarse y defenderse lógicamente. Vivir bajo este supuesto puede ciertamente parecer inestable, vertiginoso e incluso frívolo pero es también un buen ejercicio de contención con el que poner freno a los idiosnicráticos impulsos totalitarios con el que toda subjetividad se erige en el mundo.

Quién sabe si aprender a equivocarse es un buen modo para aprehender la realidad que nos rodea.




martes, 4 de mayo de 2010

Sobre el compromiso

Con la reciente llegada de la primavera he reanudado una de mis más apreciadas prácticas: recorrer las ciudades en busca de un drama humano que incite mi reflexión. Esta práctica podría parecer reprochable a un observador irreflexivo, pero en mi defensa diré que está apoyada por la más elevada instancia moral. No estaría de más recordar que con Dios, el que todo lo ve, empezó el voyeurismo.

Como he mencionado en otro lugar, las terrazas son un buen sitio para encontrar este material, pero en caso de fallar uno siempre puede recurrir a los parques: sitios dónde lo trascendente se mezcla apaciblemente con lo banal. En un escenario de este tipo pude, hace apenas tres días, presenciar una majestuosa muestra de inteligencia táctica. Sentada en un banco una pareja de jóvenes mantenían un diálogo, cuyas oraciones eran tan meticulosamente medidas que parecían estar ensalivadas con nitroglicerina.

Al parecer, la chica había planteado a su novio ir a vivir juntos. Éste, ligeramente consternado pues sabía que era un tema minado, intentaba negarse. “Pero si nos vemos a todas horas”, “es bueno que tengamos independencia”, “para qué cambiar, si estamos bien”, “soy muy maniático y no querría que nos peleemos”. La chica contraargumentaba impecablemente a cada objeción: “Nos veremos igual pero en lugar de quedar conmigo, quedarás con tus amigos”, “Vivir juntos no significa ser dependientes sino compartir”, “Puesto que nos queremos, si vivimos juntos, estaremos mejor”, “Si somos incompatibles lo descubriremos en la convivencia. Ya va siendo hora de que nos conozcamos más a fondo”.

El rostro del chico empalidecía cada vez más, su voz se entrecortaba y su mirada se perdía en miles de direcciones buscando una salida que nunca aparecía. Por otro lado, la chica se mostraba impasible pues tenía cada paso meditado y el total control de la situación. Me recordó -ruego perdóneseme el símil- al modo como los gatos juegan con las cucarachas antes de darles muerte. Y este momento no tardó en venir, pues ante la titubeante negativa que a pesar de la contraargumentación de ella el chico intentó proferir, la moza soltó un cortante “a ti lo que te pasa es que tienes miedo al compromiso”. Esto hizo callar al chico pero estimuló mi pensamiento.

Me vino a la cabeza la teoría de los marcos semánticos de Lakoff. Según éste el lenguaje no sólo es el modo en que representamos el mundo, sino que también dictamina como valorarlo. Hay en las expresiones, o en las ideas, una condensación semántica implícita que remite a un marco semántico en el que significaciones, recuerdos y emociones están imbricadas.

La tesis es fuerte pues nos está diciendo que las palabras no solo remiten a cosas sino que nos ordenan cómo tenemos que relacionarnos con la realidad. Lakoff aplica esta teoría en el ámbito de la comunicación política aunque es igualmente válida para el mundo de la publicidad o del arte. El modelo de Lakoff permite ver como las facciones (políticas, en su caso) luchan para imponer un marco semántico (una perspectiva mundana, un modo de entender la vida, un escenario, etc.) que sea favorable a sus intereses o ideología. Así, argumenta Lakoff, la lucha ideológica se encuentra en el lenguaje. El típico ejemplo. Según el partido Republicano los impuestos son un robo estatalmente organizado, en cambio para los demócratas, es un acto solidario de inversión en uno mismo. Que describamos los impuestos como un robo o una auto-inversión define imágenes del mundo y presupuestos radicalmente opuestos de los que nacen diferentes políticas concretas. Si los impuestos son definidos como limosnas para los vagos o si son un modo de cooperación egoísta tenemos una justificación de un modelo u otro de democracia liberal que se nutre de unos componentes emotivos o valorativos sedimentados en el lenguaje.

Por eso la elección de las palabras no es cuestión baladí, sino que determina el modo en que se librará la batalla. De éste modo, el principal objetivo de cada facción política será conseguir que los rivales utilicen el juego de lenguaje que les beneficia. Después la lógica inmanente de la metáfora se encargará de convencer.

Pues bien, eso acababa de pasar delante de mis ojos en la discusión de los enamorados. En aquél caso, la expresión “miedo al compromiso” estaba ideológicamente cargada. Fue el modo en que la hembra situó la discusión en su terreno, gracias a una hábil gestión del marco semántico masculino. En el fondo, con este movimiento le está llamando cobarde; está convirtiendo la cuestión de vivir en pareja en un acto de valentía y, todos sabemos, que ésta es uno de los valores a los que tradicionalmente se ha asociado la virilidad. Tenemos aquí la fantástica pirueta según la cual hacer lo que la mujer quiere es de machotes. Esta argumentación bien merece un aplauso por su perfección.

Reconozco que lo que hagan los hombres o lo que dejen de hacer me tiene sin cuidado. Pero su inferioridad intelectual, biológica y socialmente determinada, despierta en mi un sentimiento de compasión. Así que expondré una estrategia discursiva para salir del argumento fatal.

El chico tendría que argumentar que no son motivos morales los que empujan a rehusar el compromiso sino de orden estético y ¡quién sabe sino epistemológicos! En efecto, no es que el compromiso sea difícil o arduo sino que es, simple y llanamente, feo. Así es, comprometerse implica la aceptación en los tiempos futuros de un modo de vida monogámico. Y esto conlleva –todo el mundo lo sabe pero todo el mundo lo calla- que cada individuo de la pareja tendrá que reprimirse los instintos y los deseos cada vez que su espíritu se vea turbado por la aparición de otro ser bello. Podría decirse que “por haber encontrado el amor de su vida, el individuo renuncia de una vez por todas a volver a enamorarse”. Vivir en pareja consiste no sólo en vivir en represión sino vivir en la mentira: pues se niega la existencia de estas pulsiones suscitadas por cuerpos ajenos y se escenifica un mundo dónde el apetito sexual se dirige únicamente al cuerpo del amado. Visto así, defender el compromiso consiste en embellecer una mentira.

Uno podría contraargumentar matizando que “el amor es eterno mientras dura” y argüir que no hay una situación tan terminal de represión puesto que uno puede decidir cambiar de pareja. Pero si aceptamos que un nuevo amor es un motivo válido para abandonar la pareja, entonces ¿qué sentido tiene el compromiso?

Ciertamente el compromiso –sea cuál sea su campo de aplicación- tiene una doble cara. Requiere de los individuos un valiente acto de decisión mediante el cual uno entrega todo su ser a la devota observancia de unos principios. Quién hace eso da muestra de un gran ejercicio de autocontrol y de valentía, pero el precio de este acto heroico tiene algo de trágico pues, a la vez, uno hipoteca sus acciones futuras a una decisión pasada.

Actuar por principios puede parecer bravo y noble pero es a la vez un acto de renuncia de libertad y de negación de los diferentes impulsos que configuran todo ser emotivo y racional. En resumen, el compromiso no es más que un modo embellecido de ser esclavo de una mentira. Quien tenga este enunciado por cierto hallará en la ironía un mecanismo terriblemente liberador que le condenará al desgarro del cinismo. Esto puede parecer poco, pero no debe confundirse con nada. Pues en un mundo encarrilado en el “todo-vale” postmoderno, el cinismo no es una entrega a esta lógica deshumanizadora, sino el llanto del desesperado. Un llanto que es a la vez expresión de la conciencia de una impotencia e indicador de una injusticia.


lunes, 22 de marzo de 2010

Elogio de la demora

La semana pasada, Helios sacó su carro volador y obsequió a los mortales con un día impresionista en los que la luz se apodera del espacio y empuja los colores a rebasar el yugo fronterizo que la forma de los objetos les impone. Extasiado y harto de la hibernación me puse el traje de flaner (pajarita, gafas redondas y mis nuevos mocasines) y salí, como la inmensa mayoría de habitantes de la cuidad, a atorrar por las calles.

Tras largo rato de paseo decidí sentarme en la terraza de una conocida cafetería dónde me arrojé a contemplar el escenario humano que se mostraba ante mis ojos. Mi mesa estaba elegida a conciencia pues se encontraba situada frente a una popular parada de metro utilizada tradicionalmente como punto de encuentro.

De entre todo el animalario circulante una fémina atrajo mi atención. Llevaba largos minutos esperando y su cara iba mostrando progresivamente un claro descontento. Miraba hacia un lado, después hacia el otro, miraba el reloj, miraba el móvil, y empezaba el ciclo mirando hacia un lado. Así repetidamente durante unos 20 minutos. Después decidió echar mano del teléfono y empezó una serie generosa de llamadas, en las que contaba a todos los interlocutores su última pelea con una compañera de trabajo con motivo de una polémica colocación de un ficus y el temor ante su futura cita con la peluquera. La chica repitió el diálogo tres veces con diferentes personas a las que apenas dejó hablar.

Cuando estaba a punto de empezar la cuarta ronda apareció el motivo de la espera: un chico delgaducho, con peinado hortera con pretensiones de modernez y cara de panoli acentuada por unos ojos enrojecidos y cerrados. El rostro ni se inmutó ante la cólera bíblica de su aparentemente novia, quien ante la incapacidad de éste para ofrecer una excusa plausible que justificara el tiempo de espera violentó más su retahíla de reproches. Les prometo que sentí como el cielo se oscureció y vi una bandada de aves abandonar la ciudad. Por suerte, los dos marcharon andando, el chico impasible y ella desarrollando un monólogo espectacular que pude seguir mientras iban avenida abajo gracias al colosal volumen de su voz.

La reprimenda se basaba en los siguientes términos. Su impuntualidad era una falta de respeto hacia su persona. Siempre llegaba tarde y le hacía perder el tiempo, pues ella tenía muchas cosas que hacer.

Encontré altamente dudoso que fuera el chico el agente de la falta de respeto pues éste, no sólo no había abierto la boca, sino que paradójicamente había sido objeto de una generosa batería de insultos. Por otro lado, pensé que si el chico siempre llegaba tarde, probablemente, podría argumentarse que la falta de respeto hacia el otro se podría atribuir también a la moza, que era radicalmente intransigente con la sistemática impuntualidad del mozalbete.

Al escuchar cómo le reprochaba el hacerle perder el tiempo, me asaltó el recuerdo de un libro de infancia: Momo de Michael Ende. En éste se relata la catastrófica irrupción de los hombres grises en una apacible ciudad. Estos hombres de traje y fumadores constantes de puros convencen a toda la población de la necesidad de optimizar el tiempo, de no malgastarlos en nimiedades y guardarlo para cosas importantes. Cuando la población se doblega a este principio ético que tiene el provecho como fin absoluto, el gris de la tristeza se apodera de la ciudad.


La crítica a la excesiva racionalización de la vida moderna que subyace en este libro es fácil de comprender. Podemos inferir entonces que “perder el tiempo” se convierte en un punto de fuga de una vida instrumentalizada. Poca gente discutirá lo sano de este consejo pero probablemente menos gente aún intentará seguirlo.

La experiencia de nuestra cotidianeidad hace aparecer la pérdida de tiempo como una reaccionaria quimera. Bien podría ser. Cualquier individuo que viva sumergido en la multitud de compromisos de la sociedad moderna sabe lo difícil que resulta tal resistencia. Quizás sería aconsejable tomarnos los momentos de espera como estos momentos de descanso en los que podemos abandonarnos a la nulidad utilitaria de la vivencia. Visto así, el tiempo de espera no es tiempo que se nos arrebata sino que se nos regala.

Si la moza hubiese seguido este consejo, se hubiese ahorrado el enfado y la riña con el novio. Aunque también podemos sospechar que no fue la espera lo que realmente le molestó, sino el terror a quedarse sola consigo misma.

sábado, 13 de febrero de 2010

Eros e Hibernación

Por una desconocida ley de la termodinámica, en invierno la oscuridad y el frío empujan los cuerpos al calor de los hogares. Al mismo tiempo, por el mismo principio, el espíritu se bate en retirada y abandona la tierra de nadie que colinda con la piel. A este movimiento introspectivo es lo que llamo hibernación y, contrariamente a lo que se suele pensar, es algo que afecta al alma.

En esta reclusión espiritual el individuo -en este caso yo- al desprenderse del entorno se queda solo consigo mismo: sus recuerdos, anhelos, situaciones posibles, dudas y miedos. Cuando uno no puede generar nuevas vivencias, hace un repaso y revive las antiguas, que, al aparecer como eco de lo pasado y perdido, siempre tienen algo de cortante y desgarrador.

Como cada invierno sufro el mismo “vía crucis” he acabado por construir un ritual personal. En el momento en que el gris se apodera del cielo, lleno la despensa de un ingente número de mandarinas, desempolvo de mi discografía todos aquellos temas cuya escucha despierta en mi interior un impulso melancólico, y mantengo a mi lado una abastecimiento generoso de lecturas. Así me paso los días: comiendo mandarinas y leyendo al ritmo de apenadas melodías, dejando que mi mente transite errática en los callejones de la memoria.

Hay un recuerdo recurrente al que concedo especial importancia. Cuando vivía en la Antártida, siendo yo un pingüino adolescente, mi madre me llevaba a ver cada noche invernal la aurora polar. Para ello llenaba su mochila de mandarinas y me conducía a lo que llamaba “su lugar secreto”, una especie de colina lejos del barrunteo banal de los demás pingüinos. Así nos pasábamos las noches, comíamos mandarinas y éramos arrebatados por el movimiento calidoscópico de la aurora austral.



A menudo, en el camino de vuelta, manteníamos la misma discusión a propósito de la belleza y del arte. Mi madre, pingüina sensible y pragmática, defendía que el arte era el modo que tenía el hombre para imitar la capacidad de la naturaleza de crear belleza. Yo en cambio, totalmente influenciado por mis torpes lecturas de teóricos formalistas, defendía que la belleza poco tiene que ver con el arte. Pues pensaba que éste consistía en liberar el potencial de transformación semántica mediante la interacción vivencial con artefactos.

Dicho de un modo más llano ¿la finalidad del arte es la belleza o el sentido? Esta disyuntiva puede parecer hoy como superflua y estoy seguro que la mayoría de los lectores no tardaran en defender que las dos posiciones guardan su momento de verdad. Realmente no es difícil estar de acuerdo con tal propuesta, lo difícil es saber cómo pensarla.

Ahora, pasados ya unos años, sospecho que a mi madre no le faltaba razón, aunque sigo sin tener claro qué es la belleza. Uno puede definirla como aquello que agrada a nuestra sensibilidad, pero no respondería al hecho que, a veces, la belleza es un estímulo intelectual y podría también confundir un objeto bello con la belleza. Conviene recordar que el arte a menudo representa bellamente fenómenos atroces. Este problema es lo que en la tradición filosófica se enmarca en la cuestión sobre lo sublime.

Sea lo que sea la belleza pienso que tiene que ver con una vivencia en la que se expresa una normatividad. La experiencia de lo bello tiene forma de un arrebato en el cual el objeto parece exigir que toda la realidad debiera parecerse a él. Mediante la belleza la realidad nos exige una forma. Nos hace claudicar a la voz de ¡Esto debe ser así!

Asumiendo como verdadera esta noción mínima de belleza, puedo ahora entender que clase de acción es mi proceso de hibernación. En este la belleza se transforma en un ritual, con el objetivo de modificar (semántica y emotivamente) el desgarro producido por la nostalgia en un sedante estado de melancolía.

Así, el pasado deja de ser un paraíso perdido y se torna un pequeño oasis encontrado, con el que recuperamos fuerzas para continuar la travesía.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La importancia de ser Quijote.

Es por todos conocida la escena en que Alonso Quijano, auto-proclamado Don Quijote de la Mancha, ataca infructuosamente unos molinos. Dicha escena es considerada como un excelente y cómico ejemplo del tamaño de la locura de Don Quijote. Pues como el narrador nos advirtió el ingenioso hidalgo confundió los molinos con unos gigantes. Esta confusión, afirma la vox populi, ejemplifica la pérdida de sentido de la realidad de que es victima Alonso Quijano. El culpable de éste desvario es por todos conocidos: la excesiva ingesta de novelas de caballerías. O en términos más específicos: el arte le condujo a la sinrazón.

Podría ser bueno aquí poner en duda la veracidad del narrador, pues pudiera ser que la simplicidad de miras nos velase de una verdad más profunda. ¿Fue realmente Don Quijote tan ingénuo? ¿No podría ser que allí dónde el narrador ve locura hubiera un conciente uso de la metáfora?

Todos sabemos que la metafóra és un recurso metonímico mediante el cual el artista intenta hacer visibles aspectos ocultos de las cosas mediante la puesta en relación con otro objeto con el que guarda cierta analogía. Sobran ejemplos. Pensemos en el clásico “las perlas de tu boca” para referirse a unos dientes bellísimos. Otro ejemplo, más sistemático, consiste en utilizar la figura del rinoceronte para referirse a los autos y mostrar que más allá del erotismo de su diseño hay una bestia gris de una potencia descontrolada indifernte a la debilidad estructural del cuerpo humano y a la fragilidad del medioambiente. Quién a podido presenciar un atropello en vivo, pocas dudas le caben, de que ésta metáfora, lejos de un distanciamento de la realidad, implica un aumento de percepción, un abastar más capas de ésta.

Aquí tocamos un hueso duro del asunto sobre el arte y poesía. Estos no son mecanismos de alejamiento de la realidad, más al contrario, son el modo en que ésta puede hacerse más compleja. El arte da cuenta de un fenómeno que a menudo pasa inadvertido: las palabras y las ideas no tienen un único referente. Una palabra recoge su significado de cicunstancias tales como la voluntad del emisor, el horizonte comprensivo del receptor y el material signficante que históricamente se ha podido sedimentar en ella. Para decirlo sencillamente, las complejidad de significados que una palabra esconde es tan basta, que no hay imagen capaz de retenerla.

Quizás por pereza, quizás por la dureza del día a día, nos vemos empujados a actuar como si el significado de las palabras fuera unívoco. Eso es lo que se llama el “sentido común” y éste es aquél punto que comparten el positvismo, el empirismo ingenuo y la metafísica. Para todos sólo existe una realidad y es aquella contenida en la simplicidad de las palabras.

Retornemos ahora a la escena dónde Don Quijote se estampa contra los molinos. ¿No podría ser que al referirse a ellos como gigantes quisiése éste evocar al poder sobrehumano de la tecnología y su ataque fuése un acto impulsado por cierto espíritu conservador o acaso reaccionario? ¿No podría ser que vivir la vida cómo si fuera una novela de aventuras de caballerías fuese una decisión consciente de Alonso Quijano? ¿No tendríamos en éste caso un inento de combatir el monolítco color de las sociedades pre-modernas mediante el vano intento de “artistizar la vida”? Si consideramos al señor Quijano cómo un precursor precoz de movimientos situacionistas, la estulticia se trasladaría en el polo del narrador, el cual atrapado en un juego de lenguaje positivista y reduccionista no entendería el acto revolucionario de Don Quijote de la Mancha.

El arte, al navegar en el basto oceáno semántico de las palabras, provoca fisuras estéticas que ayudan a quebrantar la rigidez de lo real: el enquistamiento propio de un mundo construido a partir de la repetición y la previsibilidad. Que nadie se lleve a engaño, defender la capacidad del arte para subvertir el encallecimiento metafísico de nuestras visión del mundo es una tarea de fuerte dimensión política, pues sitúa en primera línea de visión el conjunto de acepciones y valores con el que nos relacionamos o construimos la realidad.

Hay sin embrago algo de trágico en esto. Como bien sabe el señor Alonso Quijano, atreverse a redefinir el mundo puede conducir a ser el hazmereír de los demás. Sobretodo cuando la de los otros será la única interpretación que se oirá. Lo peor que le pasó a don Quijote fue que sus hazañas estan filtradas por la mirada pobre y olvidadizas de un narrador que no le comprendió. Aquí tenemos el gran problema del artista: la poetización del lenguje es, a ojos de la estulticia, la voz del loco.

lunes, 14 de septiembre de 2009

La muerte y 'Los muertos'

“En los entierros, la gente no lleva gafas de sol para esconder su dolor sinó la ausencia de éste”. Tal pensamiento se cruzó en mi mente hace unas pocas semanas atrás, estando yo en medio de un funeral. Rodeado de desconocidos vestidos en negro, enmascarados en un semblante solemne que ocultaba el profundo hastío que causaba el calor veraniego. Había algo de esnob en la situación, algo de ritual ciego. Parecía un baile de marionetas, ante el vacío que genera la muerte el hombre se aferra a la sistematicidad del protocolo. Viéndonos allí parados, se hacía evidente que realmente no sabemos cómo actuar ante la muerte. “Supongo que tampoco es para menos” pensé, hasta que un comentario de un asistente me indujo a reflexionar.

Dicho asistente, persona evidentemente creyente, aspetó con aire afectado “no nos lamentemos…. Ahora está en un lugar mejor”. Uno no puede escuchar esta frase sin pensar en la crítica nietzscheana al cristianismo. Según aquél, el cristianismo es un culto a la muerte, pues ésta es el tránsito hacia lo celestial, lugar donde reina dios y la verdad. De este modo la vida pasa a ser ilusión, algo pasajero y de valor relativo. Visto bien, para el cristianismo la verdadera vida empieza con la muerte.

A eso se le puede unir la crítica marxista a esta idea. Según el marxismo, esta descripción de la realidad esconde un uso ideológico, pues está destinada a perpetuar la situación miserable de los desfavorecidos y a mantener los privilegios de los dominadores.

En ambos casos (marxismo y Nietzsche) se critica la subordinación ontológica de la vida a un relato. Hay una extraña pirueta según la cual el espacio de nuestras vivencias pasa a ser falso y la verdad no es más que un relato, esto es la religión. Hay entonces una negación de la vida. Nietzsche llama a esta negación “nihilismo”.

Resultaría interesante ver que el nihilismo no es algo exclusivo del cristianismo sino propio de toda religión (o discurso sobre la estructura íntima de la realidad) que considere la vida como un mero tránsito hacia un estado superior que se encuentra más allá de la muerte. En nuestras actuales ciudades occidentalizadas y pretendidamente hiper-racionalizadas prolifera cancerísticamente algo que llamo “sabiduría new-age” que tiene como característica principal la mescolanza acrítica de motivos orientales con pseudo-científicos.

Según este discurso no tenemos que temer a la muerte, pues en esta no desaparece nada. Cuando alguien muere, lo único que acontece es una redistribución de átomos. El individuo se desintegra pero los átomos continúan formando parte del ser único (o dios). Digamos que con la muerte sólo se cambian los muebles de la habitación.

A estos conceptos de muerte entendidas como transición y reunificación atómica podríamos añadir un tercero que nace con postulada voluntad anti-metafísica. Éste es el existencialista que entiende la muerte como nada radical. Según éste la muerte és la desaparición total del individuo, situándose en contra de las más arriba mencionadas posiciones. De este hecho existencial primario nace según el existencialismo un imperativo moral fundamental: la exigencia de una vida auténtica. Delante de la nada de la muerte, el individuo asume la contingencia y nulidad de su existencia y decide dotar a la vida de un sentido mediante la heroica prosecución de un proyecto. Una vida auténtica es aquella que consigue hacer algo con sentido de tal modo que sea recordada una vez muerto el individuo.

Sin muchas dificultades puede observarse que en esta posición se introduce subrepticiamente la exigencia de utilidad de la vida. De nuevo la rémora de la productividad constriñe la noción de vida.

Quisieramos hacer notar ahora, que estos tres conceptos de muerte (como transición, dispersión atómica y nada radical) tienen una cosa en común: condenan al muerto al olvido.

En efecto, cuándo nos consolamos ante la pérdida de un ser querido argumentando que lo encontraremos en la otra vida lo que estamos haciendo es aliviándonos, negando el carácter de desaparición total que tiene la muerte. Algo similar sucede con la reunificación atómica, el individuo en tanto que materia del ser supremo no ha desaparecido, simplemente ha mutado la configuración. En ambos se sustrae a la muerte de su carácter trágico. El existencialismo mantiene este desgarramiento, pero también desprecia a los individuos que sucumben al final de la vida sin realizar un proyecto. En otras palabras, ¿cuántos héroes existencialistas conocemos que no hayan ganado un nobel o que no sean figuras literarias?

En los tres conceptos de muerte se introduce un olvido sistemático del individuo. Toda metafísica realiza un sacrificio de lo efímero en favor de lo eterno. Para ella, las personas son pequeños azares contingentes y la muerte, lo único invariable y permanente. Aquí se articula un discurso que asume la mirada divina despreciando todo lo débil y humano. En el nihilismo, las auténticas víctimas son los muertos. Pues pensar la muerte como espacio de tránsito impide el dolor de su pérdida y alenta a su olvido.

Quizás, si no queremos ser complices del olvido a los muertos, tendríamos que evitar pensarlos según un concepto de muerte y proceder a la inversa; esto es, pensar la muerte a partir de los muertos. Así puede surgir una noción de muerte más afin a nuestra experiencia cotidiana: la muerte es el dolor ante una ausencia irreversible.

Nos gustaría aquí pensar que si se quiere ser fiel a este dolor, el mejor modo de tratar a los muertos no es olvidándolos, sinó haciéndolos presente: dialogando con ellos, reconstruyendo sus elementos idiosincrásicos o recordando las vivencias compartidas. En el fondo, se trata de convertirlos en fantsamas.

Los fantasmas, en este sentido, habitan y actúan constantemente en nuestra vida. Un recuerdo, en un determinado momento, puede ser mucho más que una mera imagen mental, puede convertirse en una intervención activa del pasado en el presente. Una buena expresión plástica de ello la podríamos encontrar en el relato Los muertos de Joyce. En éste, el protagonista se siente menos que una máquina al confundir amor con lujuria y embriaguez. Esta sensación de nulidad se ve acrecentada al descubrir que el fuerte estado de melancolía de su mujer es causado por el inesperado recuerdo de su gran amor de juventud. Un chico que en un arrebato pasional perdió la vida. El protagonista, Gabriel, se torna conciente de que él jamás podrá causar este efecto en su esposa y, seguramente, nunca podrá amarla como lo hizo aquél joven miserable. En la revelación final del relato, hay una inversión radical, un cambio de estado entre vivos y muertos.

Si no queremos que la vida sea un mero desierto de presente transitorio, si queremos hacer justicia a la emoción de amor que coagula en dolor ante la muerte, convertir a los desaparecidos en fantasmas puede ser la mejor solución para evitar matar a los muertos y no condenarlos a la eterna existencia en la isla del olvido.